jueves, 11 de junio de 2020

Turismo

Cuando yo tenía 20 años, en los años 70, los últimos del franquismo y los primeros de la denostada Transición, toda la inteligencia del país reclamaba que nuestro país tuviera otros recursos económicos más allá del turismo.
Y eso que el turismo en esa época fue un soplo de aire fresco que abrió nuestros ojos, nuestra mente y nuestro corazón. Permitió que viéramos a gentes diferentes y que conprendieramos que había otros mundos y otras perspectivas.
Para muchos de nosotros, ahora, la dependencia de la economía derivada del turismo es una noticia cuando menos dudosa, en esta crisis de vuelta a una normalidad supuestamente nueva, dependiente en mucho de un turismo que hoy no es como el que vivimos hace ya 5 décadas.
El turismo ya no es un mecanismo de difusión de cultura y modos de vida, o al menos no lo es siempre. Hay demasiado turismo de transporte de seres de un lugar a otro,  sin ninguna permeabilidad, más allá de la borrachera vandálica o el enclaustramiento en paraisos muy distintos de los lugares reales de llegada.
Después de 50 años estamos en las mismas: dependemos más del turismo que de un tejido más profundo y permanente.
Y encima este turismo no es el de la comunicación entre civilizaciones y la expansión de la ideas humanitarias, sino una suerte de traslado entre lugares de borrachera o una ficticia navegación entre lugares inexistentes.  Y un generador de contaminación, supuestamente lejos de nuestro hogar. Pero nuestro hogar es ya la Tierra, para todos: pobres y ricos, blancos y negros, europeos y americanos, buenos y malos