viernes, 18 de mayo de 2007

Ciudadanía

En mi pueblo pusieron hace poco más de un año un parterre paralelo a la vía del tren con algunas alteas, piceas, cotoneaster y otras plantas aptas para soportar el invierno de la sierra. Para lo que no estaban preparadas es para el vandalismo de sus habitantes, que la noche después de su plantación, furtivamente y con nocturnidad y alevosía ya habían arrancado (con raiz, claro está) dos o tres alteas y alguna picea. Cuando lo descubres te da una especial rabia dado que el pueblo está lleno de segundas residencias de clase media alta, de gente que supuestamente no está tan necesitada que necesite robar para tener un jardín decente. Es de una cutrez apabullante pensar en el depredador jardineril que roba belleza al conjunto de los habitantes del pueblo para guardársela para él solo. Y con un poco de mala suerte, se le han muerto por los malos tratos.
Las plantas, los jardines, constituyen un patrimonio público, una belleza al alcance de todos que todos apreciamos en mayor o menor grado y que nos ayudan a sobrellevar la lisura de los días. A pesar de su carácter efímero, constituyen un patrimonio permanente y, a pesar de los bárbaros, indestructible.
Esta versión inversa del lema de Robin Hood "robar a los pobres para darselo a los ricos" merecería la justicia poética de una filmación "indiscreta" y su visionado en la plaza del pueblo, durante las fiestas.

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