En las instituciones grandes y con historia se observa un fenómeno muy interesante: la información no circula, se detiene en el nodo de primera recepción y no pasa de ahí. Esto no es eficiente, claro está, y no es necesario recurrir al símil de la circulación de la sangre para llegar a comprender hasta qué punto esto puede llegar a producir la muerte del ente.
Además, esta situación es difícil de modificar, pues aunque desde alguna instancia (ya sean la cumbre jerárquica o un grupo transversal) se pretenda difundir los datos y el conocimiento, hace falta una vigilancia permanente para evitar que éstos vuelvan a estancarse.
Además, la renuencia a difundir la información encuentra una supuesta justificación bienintencionada en la protección ante la sobrecarga, y un rechazo por parte de los receptores a asumir la responsabilidad de conocer.
Hoy día, el problema con la información no suele ser de carencia, sino de superabundancia, y esto ha provocado un tipo de vaguería intelectual, que en última instancia supone una dejación de nuestro esencia, que es la de seres conscientes y con deseos de conocer. Por otra parte, esta dejación propicia la falta de igualdad de oportunidades, pues el conocimiento es poder.
Volviendo a las instituciones, es un suicidio que la información no circule siempre que hay que cumplir cualquier tarea. Curiosamente además, en estas instituciones se produce una hemorragia de informaciones triviales e inciertas, para las que se abren canales subterráneos.
Si la institución tiene una tarea importante que cumplir, este colapso informativo lo impide, y es por tanto irresponsable y negligente no difundir la información adecuada y difundir la inadecuada.
Efectivamente, los chismes, rumores y cotilleos sí que circulan a la velocidad de la luz, poco importa que sean ciertos o falsos.
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