Yo he nacido cerca del mar, y el mar siempre me ha producido una especie de excitación muy contraria a la vena contemplativa que suele despertar en la mayoría de la gente. Para mi siempre ha sido una llamada a la libertad y al viaje, a pesar del impedimento físico que supone, y siempre me ha provocado una enorme ansía de actividad: nadar, bucear, correr o andar por la orilla, navegar...
He llegado más tarde a las montañas, ha sido ya mayor, en Madrid y cuando estudiaba INEF, cuando he empezado a caminar por el monte y a aprender sus colores, sus olores y sus misterios. Ahora vivo en la montaña (como el abuelo de Heidi) y he aprendido a ver el cielo cercano, casi al alcance de la mano, dibujando las montañas de un modo tan cierto y transparente que te inunda de calma.
La gente que gusta de la montaña es una gente especial, como mi amiga Montse. Desarrollan una sensibilidad especial ante la naturaleza y la vida, de tal modo que sufren si pisamos innecesariamente una planta viva o si agrandamos de más un estrecho camino, acercando demasiado la civilización a un paraje secreto.
Ahora para mi la montaña es el cielo cercano, los olores y los ruidos de una vida diferente, donde vale más comprender y escuchar a la naturaleza que enfrentarse a ella agresivamente. Y es la paz del olor de la jara y el pino y de la chimenea del refugio, donde el frío se detiene a la puerta.
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